30.12.10

máximo hernández / 4 poemas

Me despierta el incendio de la luz
y me traspasa el ojo hasta encontrarme.
La luz
derrite el párpado de cera,
y así, desprotegido y sin poder cerrarse,
el ojo es siempre ojo,
siempre mira de nuevo cada instante
de luz.

Hasta que arde.


Araño con la uña, hurgo
con el dedo, escarbo
con las manos
en un montón de arena mojada
por los días,
hasta que toco el corazón
de un hombre que
abre los ojos
grita
y me pide que le deje
dormir,
que ya es la noche.


Como el que mira transparencia
en el papel y sólo ve en el fondo
del estanque ahogados alelados
que esperan que los dioses los empujen,
sin saber que ya fueron por ellos empujados.

Como el que busca, a tientas en lo oscuro,
no el camino del medio sino el propio,
mientras dice el desorden del tramo de la luz.

Como el que, en la ignorancia, intuye que
desde el centro de todo la palabra
escapa hacia los barrios olvidados,
en donde dios se escribe con minúscula.

Como el que sólo escucha su sonido,
me pregunto ¿sabe mi voz si es mía?


Desciendo sin control
un tobogán oscuro.

Cuando quiero alcanzar
la luz de las estrellas,
tomo el camino de la ropa sucia.


Máximo Hernández (Larache, 1953). Desde 1960 reside en Zamora. Promotor y colaborador de varios proyectos culturales y editoriales, es autor de los libros de poemas Cerimonial do tempo (1998, Lisboa: Ediçoes Tema), Ciudadano Humo (1999, Iria Flavia: El Extramundi y Los Cuadernos de Iria Flavia), Matriz de la ceniza (1999, San Sebastián de los Reyes: Universidad Popular), libro por el que obtuvo el Premio Nacional de Poesía José Hierro de 1998, La eficiencia del cielo (2000, Cambrils: Trujal), Zooilógico (2004, Barcelona: La Poesía, señor hidalgo) y, finalmente, La conspiración del dolor (2007, Lanzarote: Cíclope Editores).

Además, sus versos han sido publicados en diversas plaquettes, antologías, poemarios colectivos y revistas de creación literaria, nacionales y extranjeras.

Estos cuatro poemas están tomados del libro inédito y sin embargo, el agua…


12.12.10

pedro serrano / 4 poemas

Plan de Tlalcapatla

Un jacal en que entráramos,
techado de niños,
carbón al viento o basurillas
en los pajares del maizal.
En medio las vacas,
a la partida de los peones,
sin hibernación ni guarida,
olisqueando huellas humanas,
ruido sólo nosotros.
En los escombros,
un camioncito sin ruedas,
mechas de palma,
un bule roto y tres piedras tiznadas
en señal del hogar.
Sobras de trashumancia,
después de la siembra,
al cabo de la pizca.
El Plan ahora un mar dorado
en que nos calentamos
como mazorcas al sol
cuaresmal.


Sa Tuna

Hacia sí misma la cala se recoge,
lanza luces desde la coda del invierno,
varas en inquieto abandono.
Entre la madera turbia y las barcas
gira un aire de aceite crudo,
de luz desmantelada.
Sonreímos y nos abrazamos.
Caminamos entre mesas y gente
en el hervidero y el pescado.
Eso que fuimos.
Hoy la terraza es un garaje abierto
sin nada más que nosotros
y una bicicleta roja recargada en el muro.


El año que llega

Como una plancha de plata bulle el día,
un pescado en la sartén del amanecer,
crepitando entre el frío y el calor,
con la marea naranja del sol
inundando los mástiles de árboles
blanqueando el horno del paisaje.
Un aceite de niebla lame las varas de romero,
los aros de cebolla chisporroteando,
la hojarasquería que ruge
hacia su consumación.
No es hambre lo que bulle en las tripas
de esta olla de invierno,
sino la proyección de caldos continuos,
la carne blanca y las espinas y huesos,
el halo plateado de las hojas,
el paisaje en que estamos.
No es hambre lo que nos trae aquí,
sino el vaho común que se concentra,
su producción en todo.


El año que viene

Ha caído una nevisca, no la esperaba.
Todavía oscuro, creí que llovía, que
lo que golpeaba en el techo translúcido
era la lluvia,
y pensé en el día gris que venía.
De repente vi la pureza blanca,
el asomo a una paz, lo quieto del jardín
cubierto por una pelusa,
una gasa de blancura entredejando manchones verdes,
desde la cocina,
en pendiente hacia arriba, hacia la calle
entre las ramas ahora peladas,
desde el oscuridero.
En el césped queda el trazo fino del venado,
que hace cuna en la película de nieve,
su huella al descubierto.
Lo blanco es una ligereza.
Atrás, una capa de cuentas desparramadas
en la terraza de cristal. Me asomo.
No se puede pisar sin que suene.


Pedro Serrano (Montreal, 1957) estudió Letras Hispánicas en México y Letras Inglesas en Londres. Ha dado clases en la Universidad de México y en la Universidad de Barcelona. Ha hecho crítica cultural, literaria y de danza. Es miembro fundador de la revista Fractal y participa en la redacción de L’étrangère.

Ha publicado los siguientes libros de poemas: El miedo (El Tucán de Virginia, México, 1986), Ignorancia (El Equilibrista, México, 1994), Tres poemas (Pequeña Venecia, Caracas, 2000), Turba (Ediciones Sin Nombre, México, 2005), Desplazamientos (Candaya, Barcelona, 2007) y Nueces (Trilce Ediciones, México, 2009).

La generación del cordero. Antología de la poesía actual en las Islas Británicas, que hizo con Carlos López Beltrán, fue publicada por Trilce en 2000. Asimismo ha traducido al poeta irlandés Matthew Sweeney, No arroje piedras a este letrero (Trilce, 2001) y El rey Juan de William Shakespeare (Norma Ediciones, 2001). La ópera Les marimbas del exil/El Norte en Veracruz con libreto suyo y música de Luc LeMasne se estrenó en Besançon y París en enero de 2000 y en abril del mismo año en la ciudad de México.
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27.11.10

pierre joris / siete minutos sobre traducción

El texto que abre mi reciente libro de poemas, Aljibar II, comienza con un verso que me llegó espontáneo, de la nada. Reza así: «Mi padre fue curandero y cazador; ¿sorprende que me haya convertido en poeta y traductor?». La proporción algebraica que la frase propone igualaría curandero con poeta y cazador con traductor. Esto puede parecer un tanto fácil, lineal, y quizás sea más útil imaginar que los términos ocupan las cuatro esquinas de una X, varas cruzadas, una figura en quiasma que crea movimiento y conexiones entre los cuatro términos. Y, es más, puedo ver al poeta como curandero y cazador, y al traductor como cazador y curandero. Pero los detalles de esa discusión tendrán que esperar una mejor ocasión… Hoy quiero referirme brevemente a la cuestión de la traducción. Permítanme hacerlo por medio de una especie de lista, por ejemplo un poema lista, tal vez.


¿Por qué traduzco?

Porque me satisface.

Porque supera a la televisión, excepto cuando ponen a los Mets, pero la mayoría de las veces juegan tan pésimamente que aparto los ojos y continúo traduciendo, levantando la mirada solo para ver el marcador.

Porque, para ser sincero, quiero saber en qué andan metidos los poetas en Ghana.

Porque soy lo suficientemente insensato como para creer en el filósofo y poeta del siglo XVI Giordano Bruno, que dijo que toda ciencia tiene su origen en la traducción, y fue quemado en la hoguera por ello y por otros pocos pecadillos, en 1600 en Campo Fiore, Roma. Bruno es, por supuesto, el santo patrón de los traductores.

Porque por accidente natal me maldijeron o bendijeron con un lote de lenguas diferentes y con un perverso placer por enfrentar dichas lenguas y sus músicas.

Porque puedo.

Porque me encanta hacerlo.

Porque tengo que hacerlo; porque si yo y todos los demás no traducimos, el mundo será un lugar mucho más mierdoso de lo que ya es.

Porque cuando no puedo escribir poemas, todavía lo puedo hacer al traducir los poemas de otros poetas.

Porque érase una vez, en un país muy lejano de esta galaxia, que yo era lo suficientemente insensato como para creer que posiblemente podría, como insolvente (¡traduce esa palabra!) poeta joven que era, pagar el alquiler con un curro de traductor, algo que no funcionó porque me di cuenta de que odiaba traducir esos libros -novelas, tratados de no-ficción, manuales de cómo-hacer-qué, etc.- que habrían generado suficiente dinero para pagar el alquiler.

Porque hablo con una lengua trífida y siempre quise ser un curandero Apache-Mescalero.

Porque la gélida masa de fealdad anglo-gringa (1), avaricia y fascismo cristiano básico continuará reventando a la gente y las bibliotecas y los hogares y museos de cien Bagdads, a menos que podamos hacer que muchos ciudadanos estadounidenses se den cuenta de la belleza del otro, de la poesía del otro, del habla de todos los otros.

Porque nunca he sido capaz de convencer a mi departamento (en la Universidad, esto es, no en la tienda donde la mayoría de las cosas, en efecto, se fabrica en China, México, Corea y otros lugares) de imponer el aprendizaje de (al menos) dos lenguas extranjeras, una de las cuáles debería ser una lengua no indoeuropea, en el programa de postgrado como conditio sine qua non (¡traduce eso!) para que cualquiera sea admitido en un doctorado de literatura.

Porque, aparte de escribir y cocinar, traducir es lo único práctico que tengo la habilidad de y sé hacer.

Porque me encanta robar versos e imágenes y sonidos de todos los poetas extranjeros que leo e incorporarlos a mis propios poemas (ése es el poeta como cazador).

Porque es la mejor excusa que he encontrado para comprar muchos libros y viajar a muchos países para relacionarme con poetas y demás pervertidos extraños.

Porque la mejor manera de aprender a leer poemas es traducirlos.

Porque la mejor manera de aprender a escribir poemas es traducir las grandes obras de otros poetas.

Porque para tener nuevos pensamientos tenemos que renovar el lenguaje y la mejor manera de hacerlo que he hallado es crear con él un huso, mutilarlo y mutarlo para escribir en inglés con el lenguaje del poeta extranjero (vid. el funcionamiento de la lengua griega en el alemán, que Hölderlin llevó a cabo) (2).

Porque te permite tener intensas relaciones amorosas con gente que está lejos o muerta hace tiempo.

Porque tengo este raro sentido ético: puesto que puedo hacerlo, tengo que hacerlo para ayudar a mis concitoyens (intraducible por la inevitable pérdida del juego de palabras) lingüísticamente desafiados (3).

Porque la traducción y su contrapunto social, el mestizaje, son las únicas cosas que posiblemente puedan hacer de este mundo un lugar más seguro y factible.

Porque, aunque hace ya unos años que dejé de traducir al francés, el año pasado no pude resistirme a decir sí a traducir 25 páginas de poemas de Allen Ginsberg para una versión francesa de la ópera Hydrogen Jukebox de Philip Glass, dado que la última vez que vi a Allen en París me pidió que me involucrara en las traducciones de su obra, algo de lo que hasta ahora, cuando la ocasión de re-presentar mis respetos se presentó de la nada, no me había ocupado.

Porque 40 años después todavía no he traducido toda la obra de Paul Celan y por alguna sin-razón siento que debería hacerlo.

Porque la mayoría de mis amigos poetas de los Estados Unidos se llevan bien con sus compadres francófonos franceses y se traducen los unos a los otros con una fiera intensidad, lo cuál me brinda el espacio para concentrarme en traducir a los poetas norteafricanos que de otra manera quedarían sin traducir; así, hay libros de próxima aparición de Habib Tengour, Abdallah Zrika y Mohammed Al Amraoui.

Porque los Mets van perdiendo, otra vez.
[[y maldita sea, ¿no perdieron los Mets dos seguidos contra los Brewers anoche…?]]



Notas al texto

(1) Agradezco al poeta y traductor Joseph Mulligan (http://jwmulligan.wordpress.com/) el intercambio de correos electrónicos en relación con el uso de Joris de la palabra «anglo-‘merican». Mulligan ve en el uso de esta voz «mid-western» (de la región próxima a los grandes lagos y de algunos estados al norte y centro del país) una burla de la ignorancia estadounidense. Al saberlo, he intentado reflejar esa burla restringiéndola a un segmento de población concreto: los WASPs (White Anglo-Saxon Protestants, siglas que también representan la palabra «wasp», «avispa») o los partidarios del tristemente famoso y racista Tea Party.

(2) En relación con esta afirmación, creo conveniente citar estas palabras de George Steiner sobre la traducción de Friedrich Hölderlin de la Antígona de Sófocles, que paso a traducir: «Él creía que el sentido antiguo de las palabras, particularmente en el drama trágico, tenía un aura y una consecuencia materiales de las que la epistemología moderna carecía. Una profecía, un precepto oracular, una fórmula de anatema en la tragedia griega llevaban consigo una fatalidad literal. El habla no representaba o describía el hecho: era el hecho. Antígona no solo adumbra una anticipación mental de amenaza y sangre: oscurece, hace más sanguinarias, palabras que ya son escrituras de revuelta y suicidio. καλχαίνουσ ’ significa “enrojecer”. Al pronunciarse -teñido de rojo- el epos de Antígona se ha convertido en un hecho fatal, ineluctable. Una antropología, una lingüística contrastiva del papel del discurso en las sociedades antiguas y modernas subyace a y necesita la literalidad de Hölderlin, su paradójico propósito de entender y mejorar el original mientras procede palabra por palabra. La táctica es violenta y con frecuencia absurda, pero muchas y recientes reflexiones sobre los hábitos de habla en culturas primitivas y la fuerza del mandato físico en, por ejemplo, hebreo antiguo, corroboran el punto de vista de Hölderlin» (After Babel: Aspects of Language & Translation, Oxford University Press, 1998, p. 346).

(3) En la palabra que Joris utiliza, concitoyens, hay un doble sentido. Por un lado, la traducción literal de dicha palabra: conciudadanos; por el otro, puesto que con en francés significa cabrón, ciudadanos cabrones (uno de los más excelsos usos de esa palabra está en la canción Requiem pour un con, de Serge Gainsbourg).



 
Pierre Joris nació en 1946 en Luxemburgo. A los 19 años se trasladó a los Estados Unidos. Vivió en Gran Bretaña, el norte de África, Francia y Luxemburgo. En 1992 regresó a Nueva York. Actualmente es profesor de la State University of New York, en Albany.

De próxima aparición son sus libros Paul Celan: The Meridian (Stanford University Press) y Exile is my Trade: The Habib Tengour Reader (Black Widow Press).

Ha publicado más de cuarenta libros. Entre sus libros de poemas, destacan The Fifth Season (1971), Trance/Mutations (1972), The Tassili Connection (1978), The Book of Luap Nalec (1982), 5 Translations from Arthur Rimbaud (graphics, 1984), Breccia: Selected Poems (1986), Winnetou Old (1996), Poasis: Selected Poems (1986-1999) (Wesleyan University Press), The Stations of Mansur Al-Hallaj (Anchorite Press, 2007), Aljibar y Aljibar II (edición bilingüe con traducción al francés de Eric Sarner, Editions PHI, Luxembourg, 2007 y 2008). El más reciente es The Tang Extending From The Blade (Ahadada Books, E-Chapbook, 2010).

Libros de ensayos: A Nomad Poetics (Wesleyan University Press, 2003) y Justifying the Margins: Essays 1990-2006 (Salt Publishing, 2009).

Traducciones recientes: 4x1: Work by Tristan Tzara, Rainer Maria Rilke, Jean Pierre Duprey & Habib Tengour translated by Pierre Joris (Inconumdrum Press, 2002); The Malady of Islam de Abdelwahab Meddeb (junto con Ann Reid, Basic Books); Green Integer publicó sus tres volúmenes de traducciones de Paul Celan: Breathturn, Threadsuns y Lightduress (que obtuvo un premio: 2005 PEN Poetry Translation Award).

Otras traducciones al inglés incluyen libros de Pablo Picasso, Maurice Blanchot, Edmond Jabès, Kurt Schwitters y Michel Bulteau.

Ha traducido al francés libros de Carl Solomon, Jack Kerouac, Gregory Corso, Pete Townsend, Julian Beck y Sam Shepard.

La información recogida en esta nota puede consultarse en:

· http://www.pierrejoris.com/blog/?page_id=4481

· http://wings.buffalo.edu/epc/authors/joris/joris.bio


Traducción y notas de Mario Domínguez Parra
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14.11.10

derek walcott / en el village

I

Salí por la boca del metro y allí había gente
de pie sobre los escalones como si supiera
algo que yo desconocía. Era la Guerra Fría,
la lluvia radiactiva. Pude ver que la avenida
estaba desierta, toda ella, y pensé que los pájaros
se habían ido de las ciudades y que una plaga
de silencio cubría sus arterias, en la guerra
habían luchado y la perdieron y nada vago
ni sutil hay en este horrendo abismo neoyorquino.
El estruendo machacón de un altavoz avisaba
a los rezagados, acaso amantes de paseo,
de que el mundo se iba a terminar aquella mañana
sin nadie en el trabajo en la Avenida Sexta o Séptima
en aquella perspectiva horrenda y sin contestar.
No era modo de morir, pero tampoco era vida.
En fin, si ardíamos, al menos era en Nueva York.


II

En Nueva York la gente está en una telecomedia.
Yo aparezco en una telenovela hispana, una
en que a un viejo de cabellos como garza una pena
invisible le hace temblar, una aflicción obscena,
y en secreto la cuenta hasta que su rostro delata
arrugas cual paréntesis que su ficción revela
para honda vergüenza propia. Oye, es la vieja historia
de un corazón quijotesco, que en su empeño no ceja
sin importarle a qué se enfrenta. Una cosa de esas
que a nadie romperá el corazón, ni aunque un coronel
rucio se lance del caballo durante la carga,
una batalla que no lo hará estatua. Es el infierno
del amor común, no correspondido. Mira: garzas
cansinas marchan cual tropa despeinada, pancartas
blancas que amarridas se arrastran, son la gran llaga
pálida de un viejo en sus memorias, coplas escritas
que despliegan sus alas como secretos a voces.


III

¿Quién se ha llevado de aquí mi máquina de escribir,
que me ha convertido en un músico sin su pïano
al que se le presenta un vacío claro y grotesco
como otra primavera? Me brotan las venas, harto
voy de poesía, soy papelera de alambre negro.
Visibles son las notas: las antenas los gorriones
llenan como pentagramas, así era en primavera,
mas fríos los tejados están y el gran río gris
por el que se desliza un buque, imponente cual monte
invernal, avanza imperceptible como los años
acumulados. No hay motivo para perdonarla
por lo que yo mismo me he buscado. Atrás queda el odio,
atrás mi añoranza de Italia, allí la nieve sopla,
absuelve y encanece una cordillera de hinojos
a las afueras de Milán. Tras la ventana aguardo
a que el silbo de un pájaro inicie la primavera
desquiciada, pero siento extraños trabajo y manos
sin mi máquina y su música ajada. No hay palabras
para el transatlántico en el Hudson, para la sarna
de los tejados limpios de nieve. Ni versos, ni aves.


IV. EL CAFÉ LA BUENA VIDA

Si en ocasiones caigo en una quietud entrecana
sentado a una mesa con mantel de rojos cuadros
en la terraza del café La Buena Vida, el tráfico
dominguero en el Village mudo y suave es cual polilla
que trabajase en un almacén, se debe a la edad,
y me cuesta admitirlo, o, es verdad, hasta pensarlo.
Persisten en mí las furias, y aunque mi rabia en casa
sea ilógica, diabética, mi amor no ha menguado
pese a que me tiemble la mano, mas no en esta página.
Muy sana está mi lujuria, pero, si por acaso
todas mis torres se secan hasta desmoronarse,
la dicha curvará cañas y juncos con la euforia
de mi pluma de camino a Vieuxfort, los limoncillos
blancos al sol y, en cuanto al mar que rompe en la bahía
de Praslin, todo se resume en la gracia consorte
que la muerte un día habrá de arrancarme de las manos
hoy sobre este mantel a cuadros en este buen sitio.


Traducción de Luis Ingelmo




Derek Walcott (Castries, Santa Lucía, 1930) es poeta, dramaturgo y pintor. En 1992 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Walcott es autor de una vasta obra que incluye más de quince libros de poesía y alrededor de treinta obras de teatro. Entre sus muchos títulos cabe destacar Another Life (1973), The Star-Apple Kingdom (1979), The Arkansas Testament (1987) y Omeros (1990), poema épico basado en la Odisea.
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Estos poemas pertenecen a su último libro, White Egrets (2010), que llega mañana a las librerías españolas, en traducción de Luis Ingelmo, con el título de Garcetas blancas. Agradecemos al traductor y a Bartleby Editores su amable permiso para ofrecer este adelanto del libro en Las razones del aviador.
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2.11.10

álvaro díaz huici / poemas de introducción al norte

Que las palabras vuelvan y besen la belleza:
al desnudo amor en la habitación donde comenzó el verano;
al atardecer, al cormorán sobre el agua brillante;
al orgullo que desprecia a los poderosos;
al inquebrantable amor de los caballos;
al aspecto de la flor que, antes de la noche, estalla bajo un sol de arena;
al hermoso lobo distraído en el jardín.
Que vuelvan, compasivas, las palabras y besen la verdad.
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Cosas reales son una mujer cruzando la calle, lacónicas
noticias en la radio, los cenicientos edificios, un perro afanoso
entre la gente, dos niños junto a un columpio
—de pronto, ella le arrebata algo de las manos y escapa,
un hombre sentado en un banco,
el viejo detenido ante un ciprés, las olas batientes
contra el malecón en el retrovisor del coche...,
al pasar cosas irreales son.
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El oscuro lobo sale de la espesura
y nos mira desde el fondo de la calle.
Una mujer se lava el cabello
–vemos su torso desnudo en la ventana encendida–
y después lo envuelve con una toalla blanca.
Las luces brillan sobre la calle encharcada
–parece temblar su resplandor amarillo–
y nos sentimos vivir en otro lugar, otra escena:
meditabundo, vemos volverse al lobo y descender hacia la playa.
La mujer mira un instante hacia la calle
y apaga la ventana.
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Sucede ahí, en la playa; mi vida sucede
en ese lugar blanco de silencio y niebla
donde despierta el día y el viento enmudece,
sucede en el agua que cubre y descubre la roca.
Sucede en este instante en que nada se mueve
y se aquieta la brisa y se detiene la marea,
y oculto en el acantilado el cormorán duerme
su largo periplo sobre las agitadas aguas.
Aquí nadie espera nada, nadie espera a nadie.
Vives en la noche negra, en la playa oscura;
al fin las llevarás contigo a ninguna parte
mientras incesantes las aguas cubren y descubren
la negra roca.

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Álvaro Díaz Huici (Gijón, 1958). A la par de su intensa trayectoria como editor, iniciada en 1978 con Noega y continuada desde 1990 con el sello Trea, Álvaro Díaz Huici ha trazado con discreción una labor creativa articulada hasta ahora en dos títulos: Los caracteres del agua (Colección de poesía Aeda, 1980) e Introducción al norte (KRK ediciones, 2002), progresivamente ampliado mediante la publicación de varios cuadernos privados.
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16.10.10

fernando menéndez / poemas inéditos de penúltimo danzante

el miedo a la crónica ya quiere que escriba en tiras / hay cuadernos que complacen todos los formatos / el mío de desproporción / un gran simio que llora por las vetas de una canica / el niño aspiraba a sacar del cristal las listas de colores y machacaba contra la acera / buscando el orificio imposible / el primer quiebro a la mortandad / nunca quise separar el trigo de la cizaña / adoptar la prevención / caminando estos días me di cuenta de que regrese o no regrese el furor / no hay continuidad si no hay brecha / desayunaba feliz pequeño burgués / y me congraciaba con el estupor del astro argentino / las páginas inesperadas que vuelven a pasarse morosas sobre el pont neuf / calvinismo propio de especialistas / sancionan el repecho que va de la abstracción a la folclórica y vuelta al caño / me contaron que sousa habla de mayúsculas genuflexas iglesia ejército estado / bien creía que la ocurrencia era ondulación / ahora que los virus se citan de nuevo pensé de ti un contagio / una influenza en el ingenio oscuro de la endogamia / como lector abro al azar y mi presencia se multiplica / gula de lectura / danzante de domingo / resistencia que se empapa de llovizna / esta tarde hay fútbol / ya sé de su grosera épica / pero no hay de qué preocuparse / diré finta y el engaño del atleta desvelará su profundidad / como las aguas mayores en el poema de eielson / unas tijeras y un oído irritable / es decir enamoradizo / así preveo el futuro / como lo oyes.

(José Miguel Ullán)


llevaría a los niños a la fosa / si van a cuarteles y centros comerciales que lean las listas de nombres en los muros / voluntariamente o por turnos / tiesa la mirada mayor / prematura / como ojos en franjas y hemisferios lejanos / la vida privada que sigue bajo palio / autoridad que sólo ve delito si se niega la procreación / llevaría a los niños / ellos son los adultos de este tiempo / sus padres tratan de imitarlos // ovidio antonio senén se apretaban como cachorros / años después enseñan / íbamos a la playa / era senén / sobre todo mira las casetas esas / las hice yo / tenía entonces tu tiempo / autobús de mayores y críos dóciles / papeletas y rumba / conocí aquel verano muchas playas / un nivel de vida / ensaladilla y parchís / pequeña victoria que soltarle a los muros / mientras los ramos ralos se colocan en la zona que dicen nueras y sobrinos que dijeron.


no esperaba de funchal biombos corredizos / cortinas veladas / angor de esfuerzo / como a las antiguas sibilas / las palabras sólo llegan a la boca de los cardiólogos por un por dios // el libro que chus me dijo que quizás si enterrar a los muertos lo tuve horas en mi regazo mientras las preguntas / las amenazantes / dieron el verdadero nivel / soy muy poco / angustia velada por la penumbra profiláctica / preventiva // la ternura asalariada de las enfermeras me confirma lo que tememos validar / nadie es intocable así que cómo no va a pedir disculpas / chus / foster wallace / como si fuera obvio lo que no es / comprende su prudencia / no somos nada / lo vi en los rostros serenos / forzados de mis padres / una mentira piadosa / una más / un nuevo sacrificio por su hijo / tranquilizantes y funchal // si vuelve el hormigueo que levante los brazos para un tiempo de elegías / si tengo el valor no habré sido en balde.


entiendes que pasado un tiempo volver a leer lo leído / cortázar y más resabios es un gesto elocuente de desesperación / que la lectura es antesala // me gustaba que se dijese otra vez hall con la seguridad con que la pronunciaba mi familia en los setenta // una palabra extranjera al colocar decidida paños de versalles / paga extra primer hijo / y al imitar uno va seleccionando su biblioteca como quien va descontando enfermedades / después aceptar que la escritura llega de la urgente necesidad de ser barroco / cumplir lo suficiente para dejar restos en el plato sin gravedad que me sancione / conseguir el gesto y la memoria suficientes // el respeto al fin y al cabo.

(Ritos, 1985)





Fernando Menéndez (Oviedo, 1966) es autor de los siguientes libros: En la misma piedra (1989), Estambul / Estocolmo (1994), Las estaciones desordenadas (1997), Historias somalíes (1998), Las formas del mundo (2001), El habitante de las fotografías (2003), Porque no poseemos (2008), Un hombre por venir (2008).

Fue miembro del consejo de redacción de la revista Solaria y miembro fundador de la colección de poesía Nómadas. Ha colaborado con publicaciones como El signo del gorrión, Los Infolios, Paralelo Sur, Zurgai, Letras Libres, literaturas.com y 7de7.com.

Más en el blog: hombrepop.blogspot.com.
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30.9.10

jordi doce / ensayo y error

Si hay algo que echo de menos en la crítica literaria –tal vez en toda crítica– es una mayor atención al error como categoría productiva, es decir, al error interesante, capaz de dar tensión a la escritura o abrir puertas que nadie sospechaba, el fracaso que vale menos por cuanto hace o deja de hacer que por cuanto promete. Ciertas páginas son fallidas, sí, pero su fallo es más fecundo y deslumbrante que muchos llamados aciertos, esos poemas o relatos o novelas que se limitan a reproducir con astucia lo ya hecho, lo sabido, lo sobado hasta el aburrimiento. Es cierto que quienes conciben la escritura como una rama de las artes decorativas sólo tienen ojos para esta clase de «aciertos», pues son los únicos que pueden enjuiciarse según un criterio de evaluación, digamos, objetivo: todo depende de si se ha seguido fielmente la pauta previa, el esquema retórico y formal que va asociado desde antiguo a tales ejercicios.
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W
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A esta luz, cierta clase de errores son algo peor o distinto que una demostración de torpeza: son una falta de decoro, una ruptura del consenso tácito que permite a los practicantes reconocerse públicamente bajo una misma enseña, fundar un gremio, hacer fuerza. La censura estética se convierte muy pronto en censura moral. Tales errores significan que se han excedido los límites del campo donde se juega la escritura, esto es, que se pisa un terreno ilimitado en el sentido literal del término. Dado que todo pacto social es, primeramente, una fijación de límites, el trazado de una línea sobre la tierra que separa a propios de extraños, buscar lo ilimitado es volverse extraño, forastero, traidor. Es, de hecho, desterrarse a conciencia, desatender o incluso transgredir las costumbres y leyes compartidas, los códigos comunes. Cometer un error: errar: perderse por el mundo sin que nada ni nadie te asegure el regreso. El extravío se interpreta lo mismo en sentido espacial (no sabe dónde tiene la cabeza, tomó el camino equivocado) que social/moral: éste no sabe lo que hace, a ver qué se ha creído, ya le haremos pagar; como recuerda, exagerando un poco, la vieja expresión familiar: «a todo cerdo le llega su San Martín», esto es: el día de su sacrificio.
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Este tipo de frases se dicen y se piensan cada día en cualquier lugar del mundo. Forman parte de las estrategias de coacción con que el grupo somete o intenta someter al individuo. Y muchas veces -en realidad, casi siempre- lo consiguen. Acaso, en un estadio primitivo del proceso de socialización, es bueno que así sea, a fin de reforzar los vínculos comunitarios, los lazos de obligación mutua. Pero la salud del colectivo depende, en última instancia, de la existencia de emisarios que salten las murallas y vuelvan con noticias del más allá, eso que no tiene límites porque no ha sido cartografiado y nadie tiene una idea clara de su extensión, de su naturaleza. La palabra «idiota» tiene su origen en la voz griega idios, que puede traducirse aproximadamente por «particular», «privado» (aquel a quien sólo le interesaban sus negocios privados era, por tanto, un idiotes). Cuando una comunidad se niega a reconocer lo extranjero, lo diferente, se vuelve idiota en el sentido lato de la palabra y se condena a no crecer, a estancarse. De esta capacidad para reconocer y aceptar lo diferente, lo Otro, dependen nuestro equilibrio psíquico y nuestra supervivencia. De ahí la necesidad de traducir, de cifrar -ideas en signos, signos en signos de otra naturaleza-, de explorar, de preguntar, de crear. Y la creación comporta necesariamente un viaje extramuros, un viaje de ida y vuelta que despliega en la plaza pública el botín conquistado, los tesoros traídos de lugares remotos para pasmo de propios y de extraños. De los propios que sienten extrañeza, que se sienten extraños ante la novedad, la (mala o buena) nueva.
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El error (el errar) es pues una necesidad vital del grupo, un mecanismo de supervivencia, y no un simple capricho narcisista de quien ha decidido abandonarlo. La confusión –la sospecha– se debe quizá a la falta de disimulo o de sentido del cálculo del viajero, pues suele postularse libremente para la tarea, presentar su misión como una exigencia de la voluntad egoísta. Es él quien se hace cargo de infundir nueva vida a la comunidad, de transferir la sangre necesaria para su desarrollo. Lo que viene a decir, por cierto, que el valor de sus tesoros, los usos y costumbres que ha tenido el arresto de dar a conocer -esto es, el valor de sus errores- está determinado históricamente; lo que fue novedad ha dejado de serlo; el viejo error se ha vuelto rutina, cosa familiar.
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Northrop Frye

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Recuerdo, a este respecto, las palabras con que el crítico canadiense Northrop Frye cerraba uno de sus ensayos sobre Blake: «Otelo era una simple farsa sangrienta a ojos de lo que el erudito y perspicaz Thomas Rymer sabía de teatro. Rymer tenía toda la razón, dentro de sus limitaciones; es como la gente que dice que Blake estaba loco. No es posible refutarlos, pero su concepción de la cordura pierde todo interés... Me pregunto si estamos ante juicios críticos o ante simples aberraciones de la historia del gusto». Si Blake cometió numerosos errores -como acaso los cometió, siglo y medio más tarde, el Hughes de Cuervo-, se trata sin embargo de errores productivos, que abren puertas y permiten pensar o imaginar una línea distinta de escritura. Siguiendo a Frye, la sensatez irónica con que el escritor Ian Hamilton echó abajo literalmente el libro de Hughes no carece de gracia ni de fuerza argumentativa, pero me hace perder todo interés en lo que él entiende por ironía y sentido común, al menos como armas del juicio crítico. Comprendo de inmediato que cualquier herramienta, empleada de manera exclusiva, nos condena a ser siervos de sus ángulos muertos.
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W
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Vuelvo al comienzo de estas líneas. ¿Qué quiere decir, en realidad, que un escritor ha acertado, o que el libro de X es un acierto, un logro, como dicen algunas veces -no muchas, desde luego- los críticos de los suplementos culturales? ¿No es el verdadero acierto, en realidad, un error que a fuerza de insistir trasciende o incluso redime su triste origen, su mala semilla inicial? Suele presuponerse que al escribir decimos o podemos decir exactamente lo que queremos decir. Nuestro grado de destreza se mediría, así, por nuestra capacidad para dar en la diana, clavar la mariposa de la idea con un alfiler de palabras precisas y más o menos sugerentes. Mi experiencia, no obstante, me recuerda que sólo raras veces se tiene el blanco tan a la vista. Uno escribe por ensayo y error, a tientas, buscando las palabras para ideas cuyo sentido sólo entiende, propiamente, cuando halla las palabras que le suenan mejor o parecen más justas. Nunca sé del todo lo que quería decir hasta que lo he dicho, como demuestran estas mismas líneas. Así que uno camina y va probando, sopesa, ensaya, borra y vuelve a probar. Yerra, sí, se equivoca, y sigue errando hasta llegar a su destino, que no es nunca el previsto, o no del todo, pues emerge ante uno según lo va alcanzando. «Acertar» no sería, pues, sino el resultado de evitar los errores que infestan el camino, solventar los problemas que se presentan casi a cada línea. O dicho en forma de sentencia: «acertar», al final, es sólo una variante de la resignación.
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Jordi Doce (Gijón, 1967) es autor de los poemarios Lección de permanencia (Pre-Textos, 2000), Otras lunas (Premio Ciudad de Burgos; 2002) y Gran angular (2005), estos dos últimos en DVD Ediciones. Ha traducido a W. H. Auden, William Blake, T. S. Eliot, Ted Hughes, Charles Simic y Charles Tomlinson, entre otros. Coordinador de los volúmenes de ensayos Poesía hispánica contemporánea (con A. S. Robayna; Galaxia Gutenberg, 2005) y Poesía en traducción (Círculo de Bellas Artes, 2007), en prosa ha publicado Bestiario del nómada (Eneida, 2001), el libro de notas y aforismos Hormigas blancas (Bartleby, 2005), los ensayos Imán y desafío. Presencia del romanticismo inglés en la poesía española contemporánea (IV Premio de Ensayo Casa de América; Península, 2005) y La ciudad consciente. Sobre T. S. Eliot y W. H. Auden (Vaso Roto, 2010), el libro de artículos Curvas de nivel (Artemisa, 2005) y el diario La vibración del hielo (Littera Libros, 2008). Desde hace cuatro años tiene activo el blog Perros en la playa.
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15.9.10

álvaro valverde / 3 poemas

aquí

para Vicente Valero

Estás sentado solo frente al valle
con un libro en las manos
que abandonas a ratos
para poder mirar,
con la calma debida,
cuanto la vista alcanza.
Suena el silencio. A veces,
el rumor de las ramas
o el canto intermitente de algún pájaro.
Respiras hondo. Ves.
Aprecias uno a uno los momentos
que te concede este vivir al margen.
No haces tuya la queja
de los que quieren irse
pero que aplazan siempre
la ocasión de su huida.
Permaneces aquí
por propia voluntad:
es éste tu lugar.
Tú eres de él.


la encina solitaria

Está en una colina, la rodean
rocas, retamas, tierra
donde el árbol arraiga
y parece que apenas se sostiene.
Me la mostró mi padre cuando, niño,
paseaba con él entre los canchos.
Desde entonces retengo su presencia
con la necesidad de lo que dura.
Desde lo alto, observa la ciudad.
Es lo primero que distingo al volver.
Lo último que miro cuando salgo
de las murallas de este microcosmos.
Es algo más que una vetusta encina.
Sola, en su altura, sosegada, es cifra
de la vida a que aspira quien resiste.



la vida interior

para Antonio Moreno

Mi vida es interior.
Vivo hacia dentro,
hacia aquello que allí
se oculta oscuro.
A través de los ojos
la luz entra en estancias
vacías y en penumbra
donde el tiempo se muestra
opaco, inescrutable.
A solas y en silencio
me paro a contemplar
lo que me pasa.
En un rincón angosto,
con aspecto de claustro,
donde canta una fuente
que visitan los pájaros.
Desde ese sitio escucho
la vida que a lo lejos
se me va para siempre. 

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Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) ha sido coordinador del Plan Regional de Fomento de la Lectura, director de la Editora Regional de Extremadura, presidente de la Asociación de Escritores Extremeños, así como cofundador de la revista hispano-lusa, en dos lenguas, Espacio/Espaço escrito y director, junto a Jordi Doce, de la colección de poesía Voces sin tiempo.

Es autor de los libros de poemas Territorio, Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, El reino oscuro, Ensayando círculos, Mecánica terrestre y Desde fuera, los tres últimos publicados en la colección Nuevos Textos Sagrados de Tusquets.

Está incluido en algunas antologías de referencia y sus poemas han sido traducidos a diversos idiomas.

Ha publicado las novelas Las murallas del mundo y Alguien que no existe, y los libros de ensayo literario El lector invisible y Lejos de aquí.
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8.7.10

charles simic / una mosca en la sopa

Hace treinta años, cuando vivía en Nueva York, me quedaba casi todas las noches despierto escuchando los farragosos soliloquios de Jean Shepherd en la radio. Era un programa en el que se decían muchas cosas interesantes y se podía escuchar un poco de música. Una noche contó una larga historia que todavía recuerdo sobre cierto ritual sagrado que practicaba una tribu amazónica. A grandes rasgos, era algo así.


Una vez cada siete años los miembros de esta remota tribu cavan un profundo agujero en la espesura de la selva y dejan allí a su mejor flautista. Después, los miembros de la tribu se despiden de él para no regresar jamás. A los siete días, el flautista, con las piernas cruzadas en lo hondo del agujero, empieza a tocar. Los miembros de su tribu no pueden escucharle, por supuesto, sólo los dioses pueden hacerlo, y de hecho esa es la finalidad del rito.


Según Shepherd, que no tenía ningún reparo en engañar a sus insomnes oyentes, un antropólogo había permanecido escondido durante el ritual y había conseguido grabar al flautista. Esa noche, Shepherd iba a emitir aquella grabación.


Me pareció espeluznante. Un hombre a punto de morir, aturdido por el hambre y la desesperación, reunía las pocas fuerzas y la fe en los dioses que le quedaban. Un Orfeo del Nuevo Mundo, pensé.


Shepherd siguió hablando y hablando hasta que por fin, en el silencio de la madrugada, en mi cuchitril de la calle Trece Este, se escuchó el sonido débil y sobrenatural de la flauta: un lamento solitario e infinitamente triste mezclado, de vez en cuando, con la respiración todavía audible de aquel ser vivo resignado a aceptar la terrible situación en la que se hallaba. En aquel entonces me dio igual que la historia fuera real o una invención de Shepherd, y sigo pensando lo mismo. En realidad, todos vivimos en el fondo de nuestro agujero particular, incluso aquí en Nueva York.


Todas las artes tienen que ver con el callejón sin salida en el que nos encontramos. Es su atracción fatal. «Las palabras me fallan», suelen decir los poetas. Todo poema es un acto de desesperación o, si lo prefieren, una tirada de dados. Dios es el público ideal, sobre todo si no puedes dormir o si te encuentras en un agujero en el Amazonas. Si falta, peor todavía.


El poeta se sienta ante el papel en blanco con la necesidad de decir muchas cosas en el espacio limitado del poema. El mundo es enorme, el poeta está solo y el poema no es más que un fragmento de lengua, una pluma que rasga el silencio de la noche.


Puede darse el caso de que el poeta quiera hablarte de su vida. Un puñado de imágenes resultantes de un fugaz momento de felicidad o lucidez extremas. El anhelo secreto de la poesía es detener el tiempo. El poeta desea rescatar un rostro, un estado de ánimo, una nube en el cielo, un árbol en el viento y tomar una especie de fotografía mental de ese momento en que el lector se reconoce a sí mismo. Los poemas son instantáneas de otras personas en las que nos reconocemos a nosotros mismos.


Por otra parte, el poeta se ve empujado a decir la verdad. «¿Cómo debe expresarse la verdad?», se pregunta Gwendolyn Brooks. La verdad importa. Acertar importa. El consejo del realista es: abre los ojos y mira. Los defensores de la imaginación aconsejan: cierra los ojos para ver mejor. Hay una verdad que se percibe con los ojos abiertos y otra a la que se accede con los ojos cerrados, y a veces estas dos verdades no se reconocen cuando se cruzan por la calle.


Además, uno querría decir algo sobre los tiempos en los que vive. Toda época tiene sus injusticias y sus sufrimientos desmedidos, y la nuestra no es ni mucho menos una excepción. Hay que enfrentarse a la historia de la maldad humana, y todos los días encontramos nuevos ejemplos sobre los que reflexionar. Se puede pensar en ello todo lo que se quiera, pero comprenderlo ya es otra historia. Vivimos en una época en que hay cientos de formas de explicar el mundo. Se puede creer en cualquier cosa, en todas las religiones y en todas las variedades de cientificismo. Quizá la tarea de la poesía sea rescatar los vestigios de autenticidad que todavía se pueden encontrar en las ruinas de los sistemas religiosos, filosóficos y políticos.


Además, uno querría escribir un poema tan bien acabado que hiciera honor a la tradición representada por Emily Dickinson, Ezra Pound y Wallace Stevens, por nombrar tan sólo a algunos maestros.


Por otra parte, uno espera superar esa tradición, revolucionarla y ponerla del revés, y encontrar un espacio vital propio.


Por otra parte, uno querría entretener al lector con ayuda de deslumbrantes metáforas, arrebatos de imaginación y declaraciones desgarradoras.


Por otra parte, la mayor parte del tiempo uno no tiene ni idea de lo que hace. Las palabras hacen el amor en la página como moscas en el calor del verano, y el poema le debe tanto a la casualidad como a la intención. Probablemente incluso más.


Esto no es más que una pequeña comanda de un enorme menú que sólo podría servir una de esas divinidades hindúes con muchos brazos.


Un gran defecto de la poesía, o uno de sus mayores atractivos –depende de cómo se mire– es que pretende abarcarlo todo. A la fría luz de la razón, escribir poesía es imposible.




Las predicciones que leemos tan a menudo que afirman que la poesía está a punto de desaparecer son completamente erróneas, tan equivocadas como la mayoría de las profecías intelectuales del siglo XX. La poesía demuestra una y otra vez que las teorías generales no funcionan por sí solas. La poesía es la serenata del gato bajo la ventana de la habitación donde se escribe la versión oficial de la realidad. Los críticos académicos escriben, por ejemplo, que la poesía es un instrumento de la ideología de las clases dominantes y que todo es política. Resulta que los que atormentaban a Anna Ajmátova eran en realidad sus ángeles de la guarda. Pero ¿y si los poetas no estuvieran locos? ¿Y si fueran capaces de transmitir el sentimiento de un periodo histórico mejor que nadie? Obviamente, la poesía capta algo esencial de los seres humanos, algo que suele pasar desapercibido, y es esta cualidad inefable la que ha garantizado su longevidad desde siempre. «Para vislumbrar lo esencial… quédate todo el día tumbado y quéjate», dice E. M. Cioran. La poesía es mucho más que eso, por supuesto, pero como comienzo no está mal.


Los poetas líricos perpetúan los valores más antiguos de la Tierra. Afirman la experiencia del individuo frente a la de la tribu. Emerson decía que ser un genio equivalía a «creer en lo que piensas, creer que lo que consideras bueno para ti en lo más profundo de tu corazón lo es para el resto de los hombres». Desde los griegos, la poesía lírica siempre se ha basado en ese presupuesto, pero Whitman y Emerson lo convirtieron en la premisa fundamental de la poesía americana. Todo lo que hay en el mundo, sea profano o sagrado, debe ser examinado de nuevo a la luz de la experiencia personal.


En este lugar y en este momento, me asombro de estar viviendo mi vida… El poeta americano es el ciudadano moderno de una democracia que carece de una base histórica, religiosa o filosófica definida. Los marxistas solían burlarse de este tipo de afirmaciones y decían que eran «típicas del individualismo burgués». «Les encanta oler su propia mierda», decía un conocido mío aludiendo a los poetas. Era maoísta y la idea de que cada ser humano pudiera encontrar su propia verdad le resultaba incomprensible. Con todo, esto es lo que pensaban Robert Frost, Charles Olson e incluso Elizabeth Bishop. Eran realistas que todavía no habían decidido qué es la realidad. Su poesía defiende la santidad de esa búsqueda en la que la realidad y la identidad se redescubren eternamente.


No es en la imaginación ni en la identidad en lo que confían nuestros poetas ante todo, sino en los ejemplos, las narraciones o las experiencias concretas. Los poetas todavía tienen mucho de diarista puritano. Como sus antepasados, introducen observaciones sobre el estado de su vida interior en entradas de su diario que hablan del clima. El problema de la identidad siempre está presente, al igual que la persistente sospecha de que la existencia carece de sentido. La premisa de trabajo, sin embargo, es que cada individuo es representativo hasta en sus preocupaciones más íntimas, que el «problema estético», como ha dicho John Ashbery, es un «microcosmos de todos los problemas humanos», que el poema es el lugar donde el «Yo» del poeta, por cortesía de una alquimia visionaria, se convierte en el espejo de todos nosotros.


«América no está acabada, quizá nunca llegue a estarlo», dijo Whitman. Nuestra poesía es la conciencia dramática de ese estado. Su herejía consiste en considerar que una parte de la verdad es la verdad absoluta y en convertirla en «un lugar donde refugiarse temporalmente de la confusión», según la famosa formulación de Robert Frost. En física, lo infinitamente pequeño contradice la ley general, y lo mismo se puede decir de la buena poesía. Lo que nos gusta de ella es la naturaleza democrática de sus valores, su actitud temeraria, su individualismo y su libertad. No hay nada más americano y más esperanzador que la poesía americana.




Un perro negro encadenado menea la cola cuando paso a su lado. La casa y el granero de su amo se comban como si fueran a hundirse aplastados por el cielo. En el porche y en el patio mi vecino almacena coches viejos, cocinas, neveras, lavadoras y secadoras que trae del vertedero municipal para, en un futuro, darles un uso que no está claro, todavía por decidir. Todo está roto, oxidado, desmontado y disperso, excepto una incongruente estatua de escayola de la Virgen que parece nueva y que mira hacia abajo, como si se avergonzara de estar allí. Detrás de su casa, sobre el lago, se puede ver una espectacular puesta de sol invernal, como las de los cuadros que venden en la sección de ofertas de los grandes almacenes. Por lo que respecta al flautista, recuerdo haber leído que en los lejanos desiertos del sudoeste se pueden encontrar figurillas hechas con cerillas en las paredes de algunas cuevas y que algunas de ellas tocan la flauta. En New Hampshire, donde escribo esto, tan sólo se encuentra esta casa oscura, la estatua fantasmal, el silencio de los bosques y la fría noche invernal que cae a toda prisa.




Ofrecemos un adelanto, el capítulo 23, de Una mosca en la sopa [A Fly in the Soup], libro de memorias del poeta norteamericano Charles Simic que aparecerá a finales de año en Vaso Roto Ediciones en traducción de Jaime Blasco. Agradecemos a los responsables de la editorial su permiso para reproducir este capítulo en Las razones del aviador.

Charles Simic (Belgrado, 1938) emigró a los Estados Unidos en 1954, tras una infancia marcada por los difíciles acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial. Figura en la actualidad entre los poetas más relevantes y conocidos de los Estados Unidos por la originalidad y fuerza comunicativa de su obra. Ha recibido numerosísimos galardones y reconocimientos: entre ellos, el de Poeta Laureado de la Biblioteca del Congreso en el curso 2007-2008, o el Premio Internacional de Traducción del PEN en 1970, o el Premio Pulitzer en 1990 por su obra The World Doesn’t End. En España se han publicado tres amplias recopilaciones de su obra: El mundo no se acaba y otros poemas, trad. Mario Lucarda, Barcelona, DVD Ediciones, 1999; Desmontando el silencio, trad. Jordi Doce, Lucena, 4 Estaciones, 2004; y La voz a las tres de la madrugada, trad. Martín López-Vega, Barcelona, DVD Ediciones, 2009.
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22.6.10

susana barragués / 4 poemas

De diez pesetas
 
De diez pesetas, echábamos cinco a la limosna,

con las otras cinco, comprábamos
peta zetas, caramelos ácidos, que explotaban en lengua.
Desde el banco, competíamos a lanzar pepitas de sandía
o huesos de aceituna, lo más lejos posible.
Después, en casa, escupía la cena,
sesos de conejo, lengua de ternera, callos de cerdo.
Mi madre me dejaba sola, frente al plato
en la cocina, yo miraba
formarse una película de grasa sobre la sopa
al vecino del patio
pasear desnudo.

No había ira en la inocencia, la crueldad
era pura, el júbilo,
intenso. Yo le daba
puñetazos a la almohada, rompía los cuadernos
si la caligrafía no me salía perfecta. Una vez,
de una patada, rompí la puerta.
Llevaba un vestido con dibujos de limones, lazos en el pelo, sandalias
blancas. Mi primer novio se llamaba
El Fuerzas. El paseo duró del caño a la cuesta. De allí
me fui corriendo, a cepillar
mi lengua con jabón.

El mundo luce, es primavera,
hay una lluvia de hierba,
pétalos, semillas, polen, dibujos de tiza por el suelo.
Quiero subir a un hombre cuerdo
a un helicóptero, conducirlo y ver
si nos matamos. Pero ya no podemos
morir haciendo algo temerario, es la muerte
la que nos sorprende a nosotros, la infancia es
ahora de otros, la perplejidad, la ira o la risa
son placeres viejos.

(Yo tenía ya veintiún años, él diez, u once, quería que yo fuera
a recogerle a su colegio. Pensé que sólo quería presumir
de que conocía a una extranjera. Le esperé en la puerta, le llevé a tomar
café, no recuerdo de qué le hablé.
El niño abrió mucho los ojos, lo tragó todo, no dijo nada.
«Nunca había probado el café, vomitó por la noche», me dijo la madre.
«Creo que está enamorado

de ti.»

Sí,
los que arriesgan
son ahora otros.)


No Contemplación


Ante todo, hay que dejar constancia de la satisfacción que me producía contemplarte. Esto es así, es correcto escribirlo porque es preciso, se ajusta a los hechos.

Hay que comprender también que esto no volverá a repetirse y asumir que es posible acostumbrarse.

Lo demás, describir el reflejo en tu pupila, el fuego, la asimilación súbita de tu pensamiento es humillar, reducir a vulgar el lujo que suponía poder observarte en silencio.

Tú no tenías visión sobre ti. Esto supone que la pertenencia de tu imagen me correspondía por entero en esos instantes. Sólo yo sé qué resplandor y sombra tenía tu rostro.

Que yo sepa, los relojes, las paredes, todavía no tienen ojos.

Yo te veía. Entre mi ojo y el tú contemplado, había una extensión, una concreción palpable, una colección de cosas. Tu señalabas y yo miraba donde se posaba tu vista. Veíamos a un tiempo el mismo objeto, por ejemplo, el trozo de un camión sobre un charco, una pieza de metal que brillaba con extraña intensidad.

El pasado sucede de forma rápida. El presente era infinito. Al escribir renuncio para siempre a que estar viéndote siga ocurriendo. Es decir, asumo el hecho de que verte forma parte del pasado.

Ante todo, hay que decir, que había una satisfacción en contemplarte. Esto es así, es correcto escribirlo porque es preciso, se ajusta a los hechos.

No voy a preguntar si ese trozo de metal sigue brillando, o éramos nosotros, la coincidencia de nuestros ojos posados sobre él, los que le hacíamos brillar.



Los locos dibujan
una raya de tiza,
se desnudan,
uno frente al otro.
Después soplan, suavemente,
sobre sus rostros.  Debajo
de las axilas, cada uno
lleva una perla.

Pierde el que la deja caer.


Video-haiku en colaboración Cecilia Molano




Susana Barragués (Bilbao, 1979) es licenciada en Ciencias Ambientales (Universidad de León, 2001) y en Humanidades (Universidad de Burgos, 2006). Ha publicado el libro de poemas Los hipódromos del corazón (Fundación Jorge Guillén, 2002), La campesina fascinada (Injuve, Ministerio de Igualdad, 2007) y el libro de relatos cortos Los ladrones de cerezas (Fundación Bilaketa, 2007. Estos últimos años ha desarrollado su labor profesional como analista de vientos para el desarrollo de parques eólicos, impartiendo además los talleres de creación literaria de la Fundación IPES Elkartea de Pamplona. En el 2009 es becada por la Universidad de Nueva York, ciudad donde reside actualmente, para realizar un MFA en Escritura Creativa.