31.12.12

luis ingelmo / buena park



 


BUENA PARK


Al salir reculando por la puerta trasera del edificio, los abrigos abrochados hasta arriba y las capuchas echadas, una ráfaga de aire gélido nos golpea las caras. Al instante, fumarolas de vapor perfumado con suavizante para la ropa nos envuelven por la derecha. Dos pasos más y conseguimos escapar del extractor de las secadoras. Le pongo las manoplas a mi hija, le envuelvo las piernas en una manta de felpa azul y bajamos el bordillo que nos separa del asfalto del aparcamiento. Diez metros más adelante, la acera.
Torcemos a la derecha, en dirección al lago. La capa de nieve que cayó durante la noche comienza a derretirse ahora. Las aceras están mojadas, y las hojas del otoño aún no recogidas forman espesas alfombras ocres y anaranjadas bajo los árboles pelados. Algunas hojas se pegan a las ruedas de la sillita de paseo. Al principio del otoño me entretenía en despegarlas con la punta del zapato, al ir caminando. Ahora son demasiadas, por todas partes. Sería inútil.
Como la inmensa mayoría de las calles de esta ciudad, Buena se cruza perpendicularmente con Clarendon. Hacia el sur el sol se refleja en los charcos, y por aquí ya no se nota el frío en la cara. Caen goterones, casi chorritos de agua, de los aleros de las casas. La nieve ensaya encima de los coches vías por donde deslizarse suavemente hacia el suelo. Dejamos Gordon Terrace a la izquierda. Como casi todos los días, alguien ha dejado aparcado un auto en la esquina e impide la visibilidad a los que intentan entrar en Clarendon. A nuestra derecha se abre ahora Belle Plaine. De nuevo el aire helado bajo los ojos y en la punta de la nariz. Una pareja de abuelos lituanos, o rusos, o polacos, bisbisea delante de nosotros en su idioma nativo. Cuando nos sienten acercándonos por la espalda se hacen a un lado y nos permiten el paso. La mujer mira a mi hija con una sonrisa en la boca. Al hombre se le fosiliza el rostro, y sus ojos parecen perderse en el vacío de la pared de enfrente.
Belle Plaine se cruza con Broadway después de un breve trecho. Viramos rumbo norte, pues los ojos nos picaban con este sol, altísimo ya. Ahora queda a nuestras espaldas. Mucho mejor así. Un suave aroma de cocina tailandesa se desvanece en el aire con el mismo sigilo con el que apareció. Me fijo en un cartel pegado en el escaparate de un teatrillo local. Twelfth Night se titula la obra. Bajo el título, la foto en blanco y negro de una chica blanca con un escote ancho y bajo. Se descubren unos pechos muy separados uno de otro. La chica mira a la cámara, desafiante. Unos metros más allá, al lado del semáforo en la esquina de Broadway con Buena, se para un cuatro por cuatro. Por la puerta del copiloto sale un joven, alto, vaqueros, pelo clarísimo y puntiagudo, un pequeño aro de oro en la oreja izquierda. Se frota las manos y sopla dentro de ellas. Abre la puerta de atrás del coche. Pasamos justo a su lado en el momento en que se afana por bajar de él una chica pelirroja. Tiene que eludir a otro chico sentado de este lado de la puerta, y sale con la espalda doblada. Por un instante parece la chica del cartel del teatro. Blanquísima, el escote muy abierto. Su pelo naranja metálico sobre los hombros acentúa la fluorescencia de su piel. Llegamos al semáforo, en rojo para nosotros. Echo la vista a la derecha, hacia atrás, y veo a la muchacha abrochándose los botones del escote de una blusa morada bajo un chaquetón azul marino. Es más gruesa de lo que parecía al salir del coche. Quizá por su cara puntiaguda, o quizá por la posición en la que se bajaba. Me fijo en que camina descalza. Por el rabillo del ojo capto que el cuatro por cuatro ha doblado en Broadway y toma Buena hacia el lago. Vuelvo la vista y el copiloto clava sus ojos en los míos. Pasan despacio, muy despacio, delante de nosotros. Memorizo la matrícula del auto: DL 756. Sé que se me han escapado unas letras a la derecha de los números. Es una matrícula peculiar, color azul fondo de piscina. La chica desaparece a la derecha, en un bloque de apartamentos. El semáforo ya está verde para los peatones. Cruzamos Buena, hacia el norte, aún en Broadway.
Pienso. Me imagino las posibilidades. Tres hombres y una chica en un cuatro por cuatro, a las diez y media de la mañana de un domingo, ella medio desabrochada, descalza. Se han parado en la esquina, y no frente al apartamento de ella. Aunque luego ellos han recorrido el trecho que les separaba del edificio, quizá queriendo asegurarse de que la veían entrar. La matrícula del auto denota a un dealer, un vendedor de coches. Podrían haber venido de una fiesta que hubiera durado hasta las tantas, y ahora la traían a casa. Pienso en el número de orificios que se pueden llenar en una mujer, y casa perfectamente con el número de hombres que iban con ella. Quizá sea una prostituta, y entonces no vendrían de una fiesta sino que todo habría ocurrido dentro del coche. Un poco apretados, pero siempre se pueden bajar los asientos de atrás, y queda un buen espacio en ese cuatro por cuatro. Quién sabe.
Perdido en estas imaginaciones, tuerzo en Montrose hacia la derecha. Pasamos por delante del World Gym, y, una vez más, me pregunto adónde querrá llegar toda esa gente echándose esas carreras tan desenfrenadas sobre las cintas de correr, dónde estará la meta. Aunque mucho me temo que ni ellos mismos lo sepan. Juegan a poner cara de que sí, de que están seguros de hacia dónde corren con esa premura, con esa angustia en los rostros. Doblamos hacia la derecha en Hazel. En esta calle nunca hay escapatoria del sol. Se iluminan los carteles de inmobiliarias colgados en las verjas de las casas puestas en venta. Pasemos por donde pasemos siempre hay alguno. Incluso varios en una misma calle. Todo parece tener precio, o estar en una constante compraventa, la gente siempre yendo y viniendo, sin parar ni un momento. Hoy aquí, mañana quién sabe dónde. Huyendo. En busca de oportunidades, algunos. Sin rumbo, la mayoría de ellos.
Dejamos Junior Terrace atrás, a la izquierda, con sus mansiones de millones de dólares. Si hubiéramos caminado por Broadway dos manzanas hacia el norte, pasada Montrose, habríamos visto a los grupos de vagabundos arremolinándose a la puerta de la Salvation Army. Enfrente, en el supermercado Aldi, donde las propias cajas de los productos hacen las veces de estantes, habríamos visto a las familias de hispanos y negros llenando los carros de salchichas, refrescos sin marca, pizzas y platos precocinados. De la calleja situada al lado del Aldi, detrás de la Tatoo Factory y la licorería, habríamos visto salir tambaleándose como zombis a los borrachos que pasaron la noche a la intemperie. Les habríamos oído berreándose unos a otros, jurando, y habríamos olido su peste a alcohol y mierda y orines resecos.
No quiero bajar aún hasta Buena otra vez, de modo que me meto por Hutchinson a la izquierda. Más mansiones millonarias. Una ardilla corre rauda por la acera. Cruza la calzada y sube a un árbol, no muy convencida de que vaya a conseguir nada allí. Espera a que pasemos, nos observa disimuladamente, y al instante retoma su carrera por los jardines de las casas. Un hombre de paseo con su perro se interpone entre éste y nosotros al divisarnos viniendo de frente a él. El perro, un galgo, está arropado y tiene el gesto distraído. Camina a pequeños saltitos, como si trotase. Cuando nos cruzamos, el hombre, anglo, nos saluda. «Good morning», respondo, esbozando una sonrisa. Driblamos una furgoneta de instalaciones de televisión por cable atravesada en medio de la acera, y llegamos de nuevo a Clarendon.
En Clarendon veo a una chica, blanca, de unos treinta y tantos, agachada recogiendo su bolso del suelo. Viste un abrigo de ante marrón, largo. Tiene la otra mano ocupada con una pequeña cámara de fotos. Por increíble que parezca, el bolso se le ha caído en el único charco que hay en un montón de metros a la redonda. Agarra el bolso dado la vuelta. Un puñado de monedas cae al charco. Ella sonríe cuando nos ve acercarnos. Por un instante, debato la posibilidad de ayudarla con las monedas o no. Lo resuelvo diciéndole «I wouldn’t even bother» al pasar a su lado. Ella sonríe de nuevo, ahora irritada. Nosotros seguimos nuestro camino por Clarendon en dirección sur.
No ha pasado ni un minuto y ya no puedo resistir la curiosidad que me corroe. Giro ciento ochenta grados para ver si, en efecto, se molestó en recoger las monedas. Pude ver un quarter, algunos nickles, unos cuantos pennies de cobre en el charco. Con el total no daría ni para una bolsa de pipas. Y me sonrío maliciosamente cuando, llegados a la altura del charquito, no encuentro ni una de las monedas que se le cayeron. Ni una sola. Levanto la vista y veo a la chica corriendo, casi ya llegando a Montrose. «Se ha dado prisa», pienso, pero no quiero adivinar qué pueda ser eso que tanto le apremia. No quiero dejar que vuele la imaginación como con la pelirroja. Luego me aturdo y me confundo.
Por inercia, seguimos Clarendon en dirección norte. Se ha borrado ya la estela que dejara la recogedora de monedas. De frente se nos cruza una pareja de anglos jóvenes, rondando la treintena. Él me saluda con un «Good morning» claro y decidido, al cual yo respondo con mi propio «Morning». Al llegar al cruce de Clarendon con Montrose giramos en redondo, en dos ruedas. Imito el sonido de los neumáticos de un coche al chirriar contra el asfalto. Mi hija me mira y se sonríe, cómplice.
Se nubla el cielo parcialmente ahora. Un hombre quita la nieve acumulada sobre el parabrisas de su coche. Aparcado en una callejuela lateral a nuestra izquierda, ha quedado al resguardo del calor matutino, en una sombra permanente. El hombre mira el resto de la nieve aún por quitar, y con un gesto mohíno deja la escobilla sobre el techo del coche. Abre la puerta y decide dejar a los limpiaparabrisas el resto de la tarea. Me pregunto a quién le pedirá que limpie el cristal trasero. Aunque seguramente lo deje tal cual está. No sería el primero en hacerlo. Ni el último. Le veo salir del auto con la cara agriada. Parece que no ha funcionado la cosa. La máquina se reveló y su plan quedó frustrado.
Desde Junior Terrace, a nuestra derecha, un hombre negro de unos cuarenta y tantos años confluye con nuestra trayectoria. Nos adelanta sin dificultad, enfundado en un chaquetón de cuero negro, pantalones de un verde apagado, casi gris, y zapatos de estilo castellano color burdeos. De su mano derecha cuelga lo que parece ser una Biblia. Unos pocos pasos más adelante, y sin sacar la mano izquierda del bolsillo del chaquetón, desactiva la alarma de un inmenso Mercedes-Benz verde azulado. Seguramente se dirige a su iglesia, para el culto dominical. El Mercedes-Benz despierta con un suave ronroneo y se agita con cada pisada del acelerador. Al instante lo oigo perderse en la lejanía. Entre tanto, dos manzanas hacia el oeste, en el delta que es la intersección de Sheridan Road con Broadway, frente a Cullom, un hombre y su nieto le echan granos de arroz a las decenas de palomas allí congregadas. Las palomas se apiñan donde caen los granos, y el niño ríe suavemente al verlas acercarse. Se han agrupado en tres bloques. El abuelo le indica a su nieto la papelera donde tirar la bolsa de arroz vacía. En pocos segundos las palomas ya han dado cuenta de los granos esparcidos por el suelo, y comienzan a dispersarse. Una pierna al aire del hombre las lanza al vuelo, para regocijo del niño. Las palomas giran dos veces en espiral, y se posan cansinas en la tierra húmeda. Abuelo y nieto ya se alejan calle abajo, agarrados de la mano. Un coche pasa raudo a su lado, las ventanillas bajadas. Inundan la calle los aullidos de System Of A Down:

If you point your questions
the fog will surely chew you up,
but if you want the answers
you better get ready for the fire.
Get ready for the fire.




del libro de relatos La métrica del olvido (Eutelequia, 2011)




Luis Ingelmo (Palencia, 1970) es autor del libro de relatos La métrica del olvido (Eutelequia, 2011). Licenciado en Filología Inglesa (Universidad de Salamanca), en Filosofía (UNED) y Pedagogía (DePaul University, Chicago), ha residido en EE. UU. durante siete años dedicado a la enseñanza del español. Ha traducido poemas de C. Bukowski, W. Wantling y T. Joyce para revistas españolas, así como las colecciones Guardia nativa de N. Trethewey, Poemas de afinidad y resistencia de M. Carter, Lanzadera en una cripta de W. Soyinka y Garcetas blancas de D. Walcott. Junto al poeta y traductor irlandés Michael Smith ha vertido al inglés poemas de P. García Baena, J. C. Llop, A. Rossetti, R. Bolaño y E. Juncosa para diversas publicaciones, así como los Collected Poems de C. Rodríguez y Arcana & Other Poems de V. Volkow. Acaba de aparecer su traducción de Abrir nuevos caminos: la poética transgresiva de Claudio Rodríguez, de Michael Mudrovic. Actualmente prepara la traducción de una amplia selección de la poesía de Aníbal Núñez.



7.12.12

kostas psarakis / 4 poemas


tú, viejo amigo

Llegó y me halló mientras miraba el mar
enloquecido
bebía cafés batidos uno tras otro y fumaba
(como hacíamos entonces)
y me decía lo que a los dieciocho decíamos
sobre las mujeres y la muerte.

En lo profundo de sus ojos uno de mis yos
me miraba también olvidado e ignoto
como mi viejo amigo
perdidos los dos en los vórtices del tiempo
y de la preterición

Toda la noche habló y habló, fumó, bebió cafés batidos
vinieron y lo recogieron al día siguiente…


betesda

ya hace cuarenta años
que veo al Ángel
descender del cielo
para agitar las aguas.

Estos últimos años
todos partieron
los viejos se curaron
los jóvenes perdieron la fe
el lugar fue olvidado
me quedé sólo yo.
Yo y el Ángel.

Ya no tiene prisa por irse
está sentado al borde del aljibe
agita por mucho tiempo las aguas
ya nadie tiene prisa
estamos solos
yo paralítico en cama
y él con alas
de águila.

Sus ojos
tienen estrellas dentro
su corazón es el de un niño de ocho años
está hecho
de fuego y amor
un niño me dijo
su nombre
es dice
el León de Dios
en el Sol

Llegó el invierno
hace frío por las noches.
Antes de volar
con precisión
hacia mis pensamientos pecaminosos
que por desgracia
ni siquiera aquí van a abandonarme
me arregla la ropa de cama
y abre las alas
hacia el cielo

Nada me salva
excepto la paciencia.


crónica

Como poetas corremos peligro en los precipicios.
La montaña que normalmente se eleva desde el norte a mil metros
se precipita de golpe en el mar del sur.

Muchos kilómetros escarpados precipicios…
Enormes rocas pétreos arcontes
con la mar cual esclava a sus pies.

Por entre los frisos soplan los vientos eternos
que nos entorpecen confundiendo nuestras cuerdas
Hallamos los antiguos senderos
en mitad del caos
aquí donde aprendieron a no tener miedo
los montañeses.
Encuentro señales de hombres valerosos
que se distinguieron
en estos difíciles parajes, refugios de águilas
que no ensucian sus garras en la tierra.
Hallamos los refugios de los razonamientos
que ya no pueden vivir
con los hombres.

Cuando la luna sale
nos detenemos en las orillas del tiempo.
Mientras nuestro corazón aguante.
No nos quedamos mucho en las fabulosas playas de la memoria
que están hechas
de luz de luna y olvido.

Allí donde se escuchan
las olas del tiempo
en la noche y el silencio.

Este sonido es la canción de la noche.
Las palabras secretas de los vientos en lugares desiertos.
Ésta es la flor de la luna que es a la vez el mañana y el ayer.

Ésta es la canción de la noche.

Las palabras secretas de la belleza insoportable.
Partimos. Nuestro corazón no aguanta.

Tenemos prisa.
Amanece un día laborable.


mientras agonizo

... sumerjo mi mano izquierda en la roca.
Está hecha de tiempo antiguo y fuego.

La muerte es una brizna de seca hierba áurea
en sus riberas.
Algunas voces vuelan despacio de un lado del desfiladero al otro.

Mis tres hijos lloran y me siento tranquilo
la mesa, la casa, las montañas… ¡todo!
todo está hecho de tiempo
como las olas de agua
como las nubes de niebla

No todo
¡Yo soy como un árbol!
ramas ramitas
dibujos bifurcaciones
de algo que no es tiempo
soy algo en el tiempo
frágil como el azúcar
que cristalizó
en una antigua bebida dulce.

Llegaron los fallecidos
para ayudar
es difícil estar muerto.
Estoy lento y perplejo
arrastro
trozos de mi vida
una gran roca
en medio del precipicio meridional
los juncos del patio
mediodías estivales
y un trozo de mar
una pequeña iglesia secreta en el desván
la sangre que se derramó una Primavera.

Todos partieron vivos y fallecidos.
El viento sopla
escucho ladrar a los perros a lo lejos
indignados por la soledad
asciende la noche desde los desfiladeros…

Sólo quedó la luna
para agujerear taciturna

el tiempo sobre la roca


Kostas Psarakis nació en 1957 en el pueblo de Járakas, a los pies de Asterusia (en el sur de Creta, a 38 kilómetros de Iraklio), donde vive y trabaja como profesor de matemáticas en el pequeño instituto provincial de Asimi. Ha escrito los libros inéditos Formas del tiempo (Morfés tu jronu, 2006), Los cuadernos de V. K. (Ta tetradia tu B. K., 2010) y El capitán Perdikis y los sentimientos de muerte (O Kapetán Perdikis ke ta syneszímata zanatu, 2012). Algunos de sus poemas se han publicado en antologías como Núcleo poético (Piitikós Pyrinas, http://ppirinas.blogspot.com.es/, una antología de la editorial Endymión, 2012), y en revistas en la red. Estos poemas pertenecen a su libro Formas del tiempo. Mantiene un blog: http://psarakis-k.blogspot.com.es/.

Traducción y nota bio-bibliográfica: Mario Domínguez Parra



28.10.12

miguel ángel gara / los pájaros pican



El náufrago se bebió el mensaje.


Mejor que no olvidar la respuesta, recordar la pregunta.


La economía es el arte de subsistir con números.


Divídete por cero.


No es la pared la que me impide pasar sino la puerta.


Violencia es debilidad impuesta por la fuerza.


Si tú no ves la pobreza la pobreza te verá a ti.


Era tan pobre que en vez de un plato de ducha tenía un plato de lluvia.


El mito del vampiro trae implícita la tragedia del hambre.


Su eficacia era asombrosa, su eficiencia extraordinaria, pero lo despidieron por su escasa efectividad.


El imperio de la ley es una forma de llamar a la ley del imperio.


La dignidad es propia pero la indignación es siempre hacia los demás.


La peor plaga fue de faraones.


Hay épocas en las que hay que llorar menos y gritar más.


No es que se confunda lo urgente con lo importante sino que se confunde lo visible con lo importante.


La convención de sordos se celebrará en un auditorio cerrado.


Los parados fueron imparables.


Vuestra ecuanimidad más mi debilidad es igual a nuestra justificación.


El inconveniente de ser tu propio jefe es que eres también tu propio despedido.  


Pensaron que era una tormenta y en realidad era el invierno.


Cuando alguien dice que hace un trabajo que le gusta significa que le pagan por hacer un trabajo que le gusta.


A un clavo le aguarda su agujero.


Todos los patriotas parece que vivieran en la frontera.


Lo contrario de cualquier verdad es el ego.


Es más difícil que un rico entre por el ojo de una aguja si se niega a coser.


Todos los patriotas parece que vivieran en la frontera.


A los especuladores no les gustan tus especulaciones.


Un chivo es una cabra culpable.


Quién siembra mariposas recoge huracanes.


En los malos tiempos se escuchan mejor las risas.


Si el futuro no acude el pasado se nos echa encima.


Mirar ruinas es constructivo.




Miguel Angel Gara (Madrid 1970) colabora ocasionalmente en publicaciones literarias de España y Latinoamérica, y en especial en el portal literaturas.com, donde ha coordinado la sección de poesía y editado la revista Pata de gallo. También ha realizado labores de lectura y traducción para algunas editoriales españolas y suecas.

Ha publicado El libro de Sara (LF ediciones, 2005), Luz previa a la luz (Algaida, 2006), Gérmenes y momentos (Amargord, 2007), Calle (Amargord, 2008) y El desierto de agua (La Garúa, 2009).

Algunos de sus poemas figuran en varias antologías y ha recibido algunas menciones literarias, entre las que destaca el Premio Ciudad de Badajoz por Luz previa a la luz.

8.10.12

4 poemas de Antología de Spoon River / Edgar Lee Masters


La editorial Bartleby aporta al panorama poético una nueva versión del clásico de Edgar Lee Masters (1868-1950). El poeta estadounidense alcanzó extraordinaria fama con la publicación de su Spoon River Anthology (1915, con casi una veintena de ediciones en ese mismo año). Jaime Priede nos regala una versión renovada en la que el lenguaje deja salir la osadía de esta obra inusitada. El autor alza a través de 250 epitafios imaginados las grandezas y miserias de los habitantes de un pueblo ficticio. Las razones del aviador ofrece como principio de una lectura ineludible los poemas referidos a los primeros cuatro personajes que siguen a una pieza inicial en la que evoca la colina en la que están enterrados.


Hod Putt

Aquí mi tumba, junto a
la del viejo Bill Piersol,
que se hizo rico traficando con los indios y que
acogiéndose luego a la suspensión de pagos
logró salir más rico que antes.
Harto yo de miseria y mucho curro,
viendo cómo crecían Bill Piersol y otros en opulencia,
una noche atraqué a un viajero cerca del Proctor`s Grove
y lo maté sin querer,
por lo que me juzgaron y colgaron.
Así me acogí yo a la suspensión de pagos.
Ahora, todos los que nos acogimos a ella, cada uno a su manera,
dormimos juntos, codo con codo.


Ollie McGee 

¿Os habéis fijado en un hombre mustio y cabizbajo
que deambula por el pueblo?
Es mi marido, que con secreta crueldad,
nunca confesada, me robó juventud y belleza.
Hasta que, llena de arrugas y con los dientes amarillos,
perdida la dignidad y de vergüenza humillada,
me bajaron a esta tumba.
¿Y qué creéis que le roe a mi marido por dentro?
¡La cara de la que fui y la otra que hizo de mí!
Las dos le están llevando al sitio donde yazgo.
Logro mi venganza después de muerta.


Fletcher McGee

Fue ella quien me robaba la fuerza a cada instante,
quien me robaba la vida hora tras hora,
quien me dejó seco como una luna enfebrecida
que va debilitando al mundo sobre el que gira.
Pasaban los días como sombras,
rodaban los minutos como estrellas.
Fue ella quien transformó la pena de mi corazón en sonrisas.
Era un trozo de arcilla por esculpir.
Mis secretos pensamientos se convirtieron en dedos:
se alzaron hasta su frente pensativa
y la marcaron con la arruga del dolor.
Dieron forma a los labios, le hincharon las mejillas
y le hundieron los ojos en cuencas de dolor.
Mi alma penetró la arcilla
luchando como el mismo diablo.
No era mía, no era suya,
tenía otra distinta, pero su resistencia
le modeló un rostro que odiaba,
un rostro que me daba miedo mirar.
Cegué las ventanas, eché los cerrojos,
me acuclillé en un rincón…
Pero entonces se murió y me dio caza.
Me dio caza para los restos.


Robert Fulton Taner

¡Si un hombre pudiera morder la mano gigante
 que le atrapa y destruye,
como me mordió a mí aquella rata
cuando hacía una demostración de mi trampa patentada
un día en la ferretería!
Pero un hombre jamás puede tomar venganza
del monstruoso ogro Vida.
Entras en la habitación, que es el nacer,
y no te queda otra que vivir, partirte el alma trabajando.
¡Ajá! Tienes a tiro el cebo que ansías:
una mujer rica con la que casarte,
prestigio, posición y poder en este mundo.
Pero hay obstáculos que vencer, cosas que hacer:
los alambres que rodean el cebo.
Por fin logras entrar, y entonces oyes unos pasos:
Vida, el ogro, entra en la habitación
(te estaba esperando y oyó saltar el muelle)
para verte roer el delicioso queso
clavándote sus ojos de fuego
con muecas y risas, burlas y maldiciones,
mientras tú corres de una esquina a otra en la trampa,
hasta que se harta de tu sufrimiento.


edgar lee masters (Garnett, Kansas, 1868  Melrose Park, Pennsylvania, 1950), poeta, biógrafo y dramaturgo estadounidense. Junto con otras figuras de la talla de Carl Sandburg o Vachel Lindsay, participó en el movimiento literario conocido como Renacimiento de Chicago.


16.9.12

luis miguel rabanal / 3 poemas inéditos

[del poemario inédito A la que falta]


ganglio centinela

El desprecio no sirve para dormir
con las ventanas cerradas,

ni para dar sabios consejos
al que no termina de mostrarse.
Sorben el alcohol exigido,
aparta su ropa de la silla
y aún le aflige ser cruento
con la imagen de la madre
que acepta su suerte.

(Cristina cose faldas,
escucha la novela en la radio.

Los tres aguardaban discursos
ociosos puestos en boca
del más remolón.)

La galería y al fondo del monte
otro monte turbador que averigua.
San Isidro y la miel.

Quién iba a pensar
que no estaríamos juntos
para conmemorar fechas
difíciles. Un domingo como hoy
lejos de ti. Quién me acaricia
con bondad el pasado

como si fuera un embuste.



la caza

A mayor impertinencia
el tiempo castiga con sus manos
pulcras, pone a escurrir las galas
del difunto y de un solo trago se bebe
la pócima.

Si fuera el allegado antiguo
que ha venido a recuperar su tesoro
enterrado en la grava un par
de monedas y una alfombra raída,
un coche de guardias y una muñeca
de yeso
     pero no.

Grita tu nombre y se deja poseer
por la extraña silueta. Se compara
a quien tú sabes de sobra: idéntico
rostro avejentado, los brazos
que penden,
inútiles, del cuerpo.
Igual que monigote.

Ahora que estamos tú y yo
solos y nadie nos molesta. Ahora
que descubro en tu sombra picotear
tus dientes un pájaro espantoso
y olvidarte sin ganas.

A tanto amor le acribillan
tres minutos de lluvia.
O no es eso. Sobre tu carne
maldita ellos secan palabras. 




los licántropos del bosque


En un principio ella se desconcierta.
Para alarmarse enseguida
al no diferenciar la predestinación
de otros murmullos dudosos.
Platino, tamoxifeno.

Yo sé que se aguanta de pie, o que ya
no lo soporta, según la sueñe.

Sé que no me reconoce
debido a sus pómulos fríos, cuando
la beso y no está frente a mí.
Yo sé que no me quiere ahora
porque no se acuerda.

(La gota que rebosa el ojo.

En el Parque lo atestiguan
los muertos, clama
el charlatán al poco de cuajar
su infusión de cristal y ceniza.)

Por teléfono me cuenta la congoja
de su piel, los vómitos grises
o la forma que ha concebido
para no morir, no todavía.

Y ella se despreocupa y da
su brazo a torcer a los fantasmas,
doctores intachables
de lo iluso.
 



Luis Miguel Rabanal (Riello, León, 1957) es autor de una extensa obra poética de la que entresacamos (Técnicas) para abrazar un oscuro nombre (1985),  La memoria buscando sus disfraces (1986), Libro de citas (1994), Cáncer de invierto (1998), La última vez (2000), Fantasía del cuerpo postrado (2010), Música para torpes (2012) o el libro misceláneo Elogio del proxeneta (2009).

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